Autora: Alejandra Anzaldo García, directora CIPCA Beni
Cada año, durante los meses de julio a noviembre, somos testigos y directos afectados por el humo que llega a los centros urbanos. Ese humo que nos provoca afecciones respiratorias, pulmonares y también oftalmológicas; que a la vez muchos de nosotros ya hemos naturalizado.
En septiembre, el mes de la primavera, los bellos colores de las flores y el verde de nuestra naturaleza son opacados por la intensidad del humo, pero seguimos ahí, adentrados en nuestras actividades diciéndonos quizá a nosotros mismos, “ya pasará”, probablemente acostumbrados al humo y sus efectos.
Este año lastimosamente, Bolivia y en particular los y las cruceñas están viviendo una de las situaciones más difíciles de los últimos años por los incendios acontecidos en el bosque seco chiquitano. No es la primera vez que arde, esta vez están siendo afectadas más hectáreas, más comunidades, más sistemas de producción y medios de vida, más biodiversidad, más áreas protegidas, más de todo; incluso el fuego se extendió hacia el sur internándose ya en el Gran Chaco Americano. Según los reportes de instituciones especializadas como la Fundación Amigos de la Naturaleza (FAN) indican que en lo que va del año se han quemado más de 2 millones de hectáreas, siendo los departamentos de Santa Cruz y Beni los más afectados.
El uso del fuego como práctica tradicional para la renovación de pasturas y la habilitación de áreas para cultivos, es la principal causa. La intensificación del uso del fuego en los últimos años y en particular en la presente gestión 2019, se incrementó más de lo “normal” por la promulgación de normativas como el Decreto Supremo N°3973 -que autorizó desde el 09 de julio del presente el desmonte y quemas controladas para actividades agropecuarias en tierras privadas y comunitarias en los departamentos de Santa Cruz y Beni- que favorecen la profundización del modelo extractivista en la Amazonía boliviana. La Chiquitania, las llanuras benianas y el Chaco, hoy afectados por una extrema sequía, arden a nombre del desarrollo y la seguridad alimentaria.
Los problemas de salud se intensificarán, la escasez de agua y alimento es evidente, la pérdida de la biodiversidad es incalculable al igual que la pérdida de los medios de vida de la población. Los impactos son gravísimos y repercutirán más allá de las áreas quemadas y afectadas, ocasionando por ejemplo desbalance hídrico. El tiempo de recuperación de los bosques, la biodiversidad y los medios de vida de las familias afectadas es muy largo, tan largo que algunos calculan que nuestras futuras generaciones no tendrán el privilegio de conocer la belleza de estos ecosistemas.
Actuamos ahora en la emergencia. A pesar de no haber declarado desastre nacional en Bolivia, estamos haciendo el esfuerzo para mitigar y eliminar los focos de calor, pero estamos siendo rebasados por la magnitud del desastre. Estamos obligados a pensar en la restauración de lo perdido y sobre todo en fortalecer nuestras capacidades de resiliencia como humanos, así como de las tierras y bosques. Como ciudadanas y ciudadanos estamos obligados a ajustar nuestros patrones de consumo y contribuir a contrarrestar la crisis climática. Por supuesto, los gobiernos en distintos niveles deben replantear políticas que contribuyan a modelos sostenibles en su integralidad -no solo económicamente-, las consecuencias de los incendios que vivimos ahora nos dicen a gritos que lo que venimos haciendo y cómo lo venimos haciendo no es sostenible ni social ni ambientalmente.