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Diciembre 2012 - Vol. 6 (1)
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Puesta en valor de las montañas: la renovación económica, social y política en España

Autora: Elvira Sanz Tolosana


Resumen
El mundo rural europeo ha experimentado una transformación profunda en las últimas décadas, y dentro de éste y de forma especial las áreas de montaña. Es el resultado de una renovación de las actividades económicas y de los oficios ligada especialmente a la generalización de valores post-materialistas (medioambientales, calidad, etc.) y a la demanda social, como es el caso del turismo rural o de la apreciación de los productos agroalimentarios. Las sociedades rurales se constituyen en centros receptores de nuevos residentes, lo que implica nuevos estilos de vida, intereses, representaciones, etc. Que proyectan una nueva vitalidad a las comunidades locales. De forma sintetizada, podemos decir que se trata de una renovación económica, social, ideológica y política. Una renaissance de las zonas de montaña que genera nuevas oportunidades de revitalización social y económica pero también nuevos desafíos.

Abstract
The European rural world has experienced a deep transformation in the last decades, especially mountain areas, as result of a renovation of economical activities and professions. This process is related to the generalization of postmaterialist values (environmental, quality of life, etc.) and social demands, such as rural tourism or the appreciation of food products. In this sense, rural societies receive new residents that involve new lifestyles, interests, representations, etc., and a new vitality to local communities. In sum, it’s an economical, social, ideological, and political renovation. A renaissance of mountain areas that generates new opportunities for economical and social revitalization, but also brings new challenges.

Palabras clave.– Montaña, calidad, multifuncional, renovación.

Keywords.– Mountain, quality, multifunctional, Europa, renaissance.


Introducción

Las transformaciones que han experimentado las sociedades europeas desde el siglo pasado han abierto el mundo rural a tendencias, relaciones, oportunidades e incertidumbres impredecibles hace apenas unas décadas. Así, en primer lugar, los grandes procesos de metamorfosis rural transforman la sociedad tradicional originando la ruralidad agraria moderna, y en una segundo fase, la reestructuran nuevamente generando la ruralidad ex agraria actual. Las nuevas pautas de organización productiva dispersas, nuevos patrones migratorios y residenciales, estilos de vida y formas de consumo, y políticas públicas (Comisión Europea, 1989 y 1994) se producen en un contexto de reformulación simbólica que transforma significativamente las representaciones sobre lo rural. Es decir, la nueva imagen de la ruralidad es el resultado de un doble proceso: la adopción de un nuevo modelo económico o etapa conocida como postfordismo o capitalismo desorganizado (Lash y Urry, 1994) y la emergencia de una nueva configuración ideológica o cultural (la postmodernidad). Así, pasamos de la representación modernista de lo rural como algo arcaico o atrasado a su identificación con la calidad de vida, salud, patrimonio o identidad. Una transformación cualitativa excepcional en la que se producen un sinfín de imágenes construidas y reconstruidas en función de múltiples intereses y valores culturales.

Hoy en día, los procesos de reestructuración económicos, sociales e ideológicos configuran un nuevo mundo segmentado en el que la ruralidad adopta múltiples formas (pueblos en los que la agricultura continúa siendo el sector hegemónico de la economía local, pueblos receptores de la deslocalización industrial, pueblos pesqueros, pueblos dormitorio en los entornos metropolitanos, pueblos turísticos, pueblos totalmente abandonados y marginados que en pocos años desaparecerán, etc.). Y dentro de esta ruralidad segmentada, nuestro foco de atención se dirige a los espacios de montaña (sierras, cordilleras, valles, etc.). La puesta en valor de lo rural y más concretamente de la montaña responde fundamentalmente a dos amplios procesos: la implantación de la configuración ideológica postmoderna como hemos dicho y la percepción del riesgo global o la denominada “sociedad del riesgo” (Beck, 2006).

La puesta en valor de las montañas: La renovación económica, social y política

La generalización de los valores postmodernos La crisis del modelo fordista (crisis económica, energética, medioambiental, etc.) ha transformado radicalmente las representaciones sobre lo rural y lo urbano. La degradación del paisaje, la contaminación de la tierra y de los ríos, el deterioro de los recursos naturales o más recientemente la seguridad y calidad alimentaria han demandado la sustitución del modelo de desarrollo productivista a ultranza por otro sostenible. A su vez, la ciudad como referente y la idea de un crecimiento económico ilimitado se derrumban (Oliva, 1999).

La generalización de los llamados valores postmaterialistas (Inglehart, 1977) ha dado lugar a que cada vez más se valoren aspectos circunscritos en el ámbito de la calidad de vida. Un nuevo marco de referencia que apuesta por la sustentabilidad (Comisión Mundial sobre Medio Ambiente y Desarrollo, 1987) y en el que lo rural se erige como sinónimo de salud o patrimonio. De esta manera, las nuevas políticas agrarias europeas se fundamentan básicamente en la multifuncionalidad, tanto en su componente productivo y económico como en la preservación y gestión del territorio.

Los nuevos procesos económicos y sociales así como los cambios en los valores ya descritos, han modificado la forma en que son vividos los lugares y cómo son representados. Es una etapa caracterizada por el “capitalismo desorganizado” (Lash y Urry, 1987) que surge tras el declive de las ciudades industriales, la desconcentración urbana, la velocidad de circulación y por el hecho de que esas mismas movilidades están estructuradas y sean estructurantes, entre otros factores. Los flujos de sujetos y objetos se sincronizan cada vez menos en el interior de las fronteras nacionales. En este mismo sentido, Harvey (1989) habla de “postmodernidad flexible” como realidad opuesta a la sociedad fordista (descentralización, contra urbanización, etc.) y de la “comprensión espacio-temporal” (sensación de cambio abrumador). La mayoría de los autores subrayan la generalización de la movilidad cotidiana (Auge, 1992), de la itinerancia que reconstruye el ritmo de vida de los pueblos y ciudades. Otros destacan la creciente interdependencia y ensambladura entre lo local y lo global, en el que los procesos locales no pueden ser explicados sin referirse a procesos globales (Beck, 1998); Auge (1992) subraya la sobreabundancia o exceso de los “no lugares” (centros comerciales, aeropuertos, etc.) y Castells (1997) destaca la tensión entre el espacio de los lugares y de los flujos. Todos estos procesos de cambio determinan la forma como son vividos los lugares y los sentidos y emociones que les atribuimos.

En esta etapa, la imagen que se esta construyendo de las zonas de montaña es de belleza, quietud, identidad milenaria y arraigada, etc. Una imagen casi idílica. Frente a los no lugares, lugares con identidad. Una imagen que se construye sobre dos pilares: la naturaleza y la identidad y cultura (lo realmente auténtico). Así, el espacio de montaña aparece como productor privilegiado de significados.

“La ruralidad es la representación del tipo deseado de organización socioeconómica” (Mormont, 1987, p. 19). Numerosos estudios han abordado esta reformulación desde diferentes posiciones analizando lo rural como representación (Halfacree, 1993 y 1995), como construcción social (Mormont, 1987) o como discurso (Marsden, Murdoch, Lowe, Munton y Flynn, 1993).

De la misma manera que el espacio es producido, reproducido y transformado por la sociedad, también la montaña (y lo rural) aparece como una categoría construida socialmente. La transformación de las representaciones sobre lo rural es esencial en nuestro análisis ya que éstas explican e influencian significativamente las estrategias laborales, residenciales o migratorias de los actores sociales. El concepto de representación social va a constituirse en un centro de articulación teórica ya que éstas son un instrumento imprescindible para la gestión de la vida cotidiana (Moscovici, 1985). Principalmente hacemos uso de ellas de dos formas. Por un lado, nos permiten conceptualizar y catalogar los objetos, las personas y los sucesos. Y por otro lado, nos ayudan a organizar nuestra conducta y respuestas de forma anticipada. Un atributo que las hace dinámicas y en constante adaptación a las nuevas circunstancias (Halfacree, 1993). Y lo que es más significativo, son significados consensuados.

Toda esta revalorización de las montañas europeas ha traído numerosas consecuencias. El espacio de montaña no sólo es reestructurado como centro de consumo sino que él mismo es también consumido al igual que su identidad. La montaña se nos presenta como productora de significados. Como observa Urry (1990), la mirada del turista es producida y es consumida. El mito del lugar o placemyth esta relacionado estrechamente con la representación social del espacio como lo ejemplifica Urry (1995) a través del estudio concreto de la formación de imágenes de lugar en el “Lake District” inglés. La llegada de viajeros hace sentir la necesidad. Hasta el siglo XVIII era un lugar muy poco conocido. Será la literatura romántica inglesa quien produzca este mito. Un área descubierta, interpretada como estéticamente bella y finalmente transformada para acoger a miles de turistas. Y por supuesto parecer natural. urgente de cubrir esa demanda, y así poco a poco la touristgaze va transformando al lugar. La escenografía urbana se modifica en búsqueda de la autenticidad y rusticidad, tanto para satisfacer la mirada estereotipada del turista como del local. Es la denominada “autenticidad reinventada” (Harvey, 1989). Esta tendencia hacia la naturaleza, rusticidad y al arcaísmo constituye el denominado “neoarcaísmo urbano” (Morin, 1994) que se extiende en numerosas direcciones que condicionan decisivamente las áreas de montaña. El culto a los elementos naturales (el aire, el sol, el verde, el agua, etc.); el culto al cuerpo físico (deporte, dietética, estética, etc.); el auge de la cocina natural y gastronomía local frente a la comida industrializada; el éxito de la decoración rústica (chimeneas, vigas de madera a la vista, muebles rústicos, antigüedades, etc.); la autenticidad de la obra artesanal frente al producto estandarizado, etc.

Las sociedades contemporáneas no se explican sino se analizan los efectos de estos flujos masivos sobre las economías, estructuras sociales y los modos de comprensión cultural. Analizar los efectos de la mirada del turista, el estrés social de las personas nativas, las diferencias sociales entre residentes y turistas, los conflictos de intereses, etc., es fundamental para comprender las transformaciones sociales, económicas y culturales de nuestra sociedad. En este mismo sentido, la consideración de lo rural como categoría sociopolítica, resultado de la acción social, y que cada sociedad toma y reconstruye, nos abre una nueva perspectiva para acercarnos al mundo rural y más concretamente a la montaña.

Esta construcción social con todas sus implicaciones y consecuencias es el objeto de la sociología rural. El análisis de los conflictos acerca de la definición legítima del espacio rural, qué actores intervienen, qué actividades están permitidas o cuáles son los criterios usados para ello, no pueden desligarse de la interrelación entre lo local y lo global. El análisis de las representaciones y discursos es fundamental para explorar su relación sociopolítica con las prácticas de los grupos y agentes sociales a nivel local y global.

Para Mormont (1987), el medioambiente o la naturaleza constituyen el lenguaje que permite la reconceptualización sociopolítica de la ruralidad europea. En definitiva, comprender la dimensión cultural, ideológica y sociopolítica de este renacimiento rural (Kayser, 1990) o rural shift.

Sociedad del riesgo

En lo que se refiere al segundo de los procesos a los que me referí inicialmente (la idea del riesgo global), cabe afirmar que son innumerables las críticas y documentos que coinciden en la necesidad de buscar un desarrollo sostenible que forme parte de un proceso más amplio que Escobar (1995, p.8) llama de “problematización global de la relación entre naturaleza y sociedad”.

La humanidad se ve obligada a enfrentar por vez primera en la historia lo que parece ser una amenaza de escala planetaria (la crisis ecológica). A la luz de esta crisis los modelos de desarrollo rural anteriores aparecen como uno de los aceleradores más notables de esta crisis. Un futuro que se nos presenta o nos es representado, especialmente en la montaña, de forma catastrófica, por ser los espacios más vulnerables ante el cambio climático. Además, las montañas son de vital importancia para la población en diferentes aspectos: principales suministradoras de agua, energía hidráulica, centros de diversidad biológica y cultural, etc. Un espacio que actualmente es representado como frágil, delicado y por tanto en peligro. El conocimiento de las grandes catástrofes naturales favorece la incertidumbre y la percepción de riesgo y hecatombe global. El papel que la destrucción del ambiente natural desempeña en la creación de la pobreza rural es un hecho ampliamente demostrado (Redclift, 1989). Una percepción del riesgo global y local que junto a los nuevos valores postmodernos propiciará la expansión de valores ambientalistas y que afectarán sustancialmente a las estrategias de los diferentes actores sociales.

Como contraparte a este panorama de incertidumbre, las llamadas culturas tradicionales representantes de todo un conjunto de civilizaciones alternativas o premodernas que aún dominan buena parte de los espacios de montaña del planeta están destinadas a jugar un papel protagonista del lado de las fuerzas que buscan amortiguar y resolver dicha crisis. Las comunidades de montaña han desarrollado unas formas de explotación y aprovechamiento del medio extremadamente respetuosas con la naturaleza. Son poseedoras de cosmovisiones y modelos cognoscitivos, estrategias tecnológicas y formas de organización social y productiva más cercanas a lo que se ha visualizado como un manejo ecológicamente adecuado a la naturaleza. De esta forma, el desprecio anterior es sustituido por ser actualmente valor de referencia.

Las áreas de montaña: de lugar despreciado a espacio del deseo

A lo largo de los dos últimos siglos la percepción sobre las montañas en Europa ha variado considerablemente de unos momentos históricos a otros, y la política dirigida hacia estas zonas. En este sentido, podemos distinguir claramente tres grandes etapas.

 

En la primera, la imagen de un espacio aislado e inhóspito sólo aprovechable para la extracción de recursos naturales baratos y abundantes ha prevalecido hasta la segunda mitad del siglo XX. Un aislamiento fundamentado en los rasgos extremos del clima (nieve, temperaturas muy bajas, etc.) y las dificultades orográficas (fuertes pendientes, altitud, etc.). El aislamiento de la montaña no sólo es físico sino también un producto histórico fruto del papel marginal asignado en las políticas territoriales, siendo objeto de atención únicamente como despensa excepcional de recursos a precio de saldo (explotación forestal, construcción de embalses, etc.).

En la segunda etapa correspondiente a mediados del siglo pasado, el modelo de sociedad tradicional imperante en la montaña quiebra. Un desmoronamiento social circunscrito a la crisis del sistema rural y que se extiende al sistema productivo, la desaparición de técnicas y saberes ancestrales y la pérdida de unas formas de organización del territorio propias. La agricultura de subsistencia es marginada en el nuevo mercado incapaz de competir con los productos del llano. Unas idénticas razones mercantiles que junto al rechazo de los jóvenes por la profesión de pastor (dadas las duras condiciones) y las amplias reducciones de las zonas de pastoreo les arruinan e incentivan la emigración. Y finalmente, el sector maderero tampoco es capaz de sujetar a la población local: reducción significativa del número de empleos, progresiva mecanización, dureza del trabajo, etc. Así, la montaña se convierte en el principal suministrador de mano de obra a los procesos de industrialización y urbanización desarrollados en los países europeos. Es decir, una reserva inagotable de recursos naturales y humanos. El modelo desarrollista esta en auge correlativamente al abandono de prácticas locales de explotación conservadora. La construcción de presas, embalses y centrales hidroeléctricas, carreteras en pro de la explotación maderera, estaciones de esquí, parques naturales, concesiones de prospección de gas natural y demás extractivas son un claro ejemplo de la concepción de la montaña como territorio a explotar y como despensa presente y futura tanto de recursos naturales como humanos.

Finalmente, en la tercera etapa, las características propias de la montaña producto de su aislamiento, antes asociadas al atraso y a lo vulgar, son hoy en día revalorizadas socialmente como ya hemos comentado. El cambio de valores sociales y culturales conlleva una progresiva evolución del perfil económico-productivo de los territorios montañosos hacia una creciente y en algunos casos, acusada terciarización que ha supuesto una nueva forma de creación de empleo y generación de rentas y que fundamentalmente ha contribuido a revalorizar la imagen de la montaña. El relanzamiento socioeconómico de las zonas de montaña se ha basado en dos grandes ejes o estrategias: el desarrollo turístico y en la producción de calidad. Surge un espacio nuevo, bello, puro, auténtico donde uno puede encontrase a sí mismo. La revalorización de la montaña como un espacio de recreo y lugar de escape del estrés urbano consolida la atracción turística.

Lo que anteriormente se consideraba como un espacio inhóspito y carente de atractivo, hoy es reformulado como ámbito privilegiado para el ocio, descanso, esparcimiento y reflexión. La asentada y creciente “ideología clorofila” (Gaviria, 1971) ejerce de factor explicativo de la llegada de numerosos turistas ansiosos de observar y contactar con la abundancia de agua, bosques y fauna como referente más preciado. Una revalorización que además atrae a una población flotante que reside en la ciudad y que vuelve al pueblo en busca de naturaleza, comunidad e identidad (Sanz, 2008). Un desarrollo turístico que ha contribuido simultáneamente a revalorizar la imagen de la montaña.

Un lugar que además ha logrado conservar su esencia cultural e identitaria. Las montañas aparecen como lugar privilegiado de identificación sociocultural y por tanto como espacios paradigmáticos para el estudio de este proceso. Se constata un proceso de recuperación y de reconstrucción de mitos y de formas de relación social que anhelan los aspectos integradores del pasado y que valoran los espacios y tiempos comunitarios. Simultáneamente se recupera y se reconstruye la identidad en peligro por el abandono, a través de la proliferación de ritos, fiestas, oficios, la lengua y puesta en valor del patrimonio (Sanz, 2008).

En síntesis, de ser considerado un espacio remoto, lejano e inhóspito se pasa seguidamente a ser objeto de explotación y finalmente la montaña como espacio identitario, de ocio y de deseo. En definitiva, un cambio ideológico trascendental basado en dos ejes principales: la puesta en valor de la montaña como calidad de vida y la revalorización de lo local como proceso identitario (Moyano, 2000).

El renacimiento de las montañas: principales procesos de cambio

En el contexto actual de globalización, las sociedades de montaña dejan de ser un mundo aparte y olvidado para convertirse en un ámbito abierto a las influencias de la sociedad en su sentido más amplio. Un lugar deseado por múltiples actores e intereses externos al ámbito local. Este escenario de cambio ofrece nuevas oportunidades de dinamización de acuerdo a las nuevas demandas: conservación de los espacios de alto valor ecológico, fomento de actividades de ocio (culturales y deportivas), elaboración de productos agroalimentarios de calidad, demanda inmobiliaria, etc. Un cambio impulsado por las políticas europeas de desarrollo local que han propiciado la emergencia de nuevos actores locales con actividades económicas no agrarias como protagonistas en la vida económica y social. En este sentido, la diversificación económica, el crecimiento del sector terciario, el fomento de las funciones recreativas y de ocio de los espacios rurales o de las funciones ambientales, entre otros factores, introducen una creciente complejidad en su estructura social.

La puesta en valor de la función medioambiental del medio rural, este nuevo marco introduce importantes restricciones a su utilización como espacio de producción agrícola. La participación de nuevos grupos (especialmente de los ecologistas) en las decisiones que afectan al destino de los espacios de montaña a menudo es percibida como injerencia.

En definitiva, esta reformulación de la ruralidad ha derivado en una nueva estructura de oportunidades que a su vez ha desembocado en una pluralidad de actores y de intereses generadora de una nueva dinámica en las sociedades de montaña. Hasta ahora hemos explorado el origen y las causas clave que han originado la puesta en valor de los territorios de montaña. En este sentido, a continuación presentamos la materialización de dichos procesos en las áreas de montaña: renovación económica (nuevas actividades y oficios), social (nuevos residentes y pautas migratorias, etc.), y política.

Integración e interdependencia de la economía local: territorio de “calidad”

Desde la última mitad de siglo XX, un conjunto de procesos económicos y sociales han dado lugar a una profunda reestructuración y transformación de las economías locales europeas. El abandono de la economía de subsistencia y la posterior suplantación por el modelo fordista de producción, tejerá lazos, ya ineludibles, que las unirán a los procesos globales. La mítica autarquía política y económica, un referente de la identidad de las comunidades de montaña, aparece hoy subsumida a una globalización económica que ejerce sus directrices desde el exterior. En una economía globalizada, es la identificación del carácter singular del territorio, lo que confiere a los espacios de montaña un carácter simbólico y excepcional. Los atributos de naturalidad, rusticidad y etnicidad son asociados a estos lugares y serán trasladados a sus productos. La “economía de signos” (Lash y Urry, 1994) favorece esta diferenciación territorial y simbólica de su oferta (González, 2001).

La apertura e integración en el mercado internacional conlleva serias dificultades como es la fuerte competencia en todos los sectores y productos. Así, la tendencia actual en el sector primario se resume en una disminución de los precios agrarios, exceso de oferta y limitación de la producción, todo ello acompañado de una creciente necesidad de eficiencia productiva para que las explotaciones puedan mantener su competitividad. La estructura dual del sector esta plenamente asentada, la necesidad de una profundización constante del proceso de acumulación conduce a que cada vez haya más empresas agrarias de gran tamaño y las pequeñas explotaciones familiares se vean forzadas a la pluriactividad para nuevos ingresos. Los productos agroganaderos sufren una gran desventaja respecto a los del llano por lo que la búsqueda de una marca o denominación de origen será su mejor salida. Igualmente, la competencia en el sector turístico es dura lo que favorece la estrategia de diferenciación como eje rector clave de las presentes y futuras acciones. Por otro lado, la importación de materia prima de más bajo coste y la consecuente invasión del mercado maderero ha sido el factor detonante del declive del sector. La madera local no puede competir ni en precios ni en calidad por lo que la apertura del mercado ha derivado en la depreciación y disminución de su renta y distribución. Un declive económico que abre un nuevo debate sobre la reestructuración y futuro del sector.

Un recorrido más pausado por los distintos sectores nos muestra de manera diáfana la progresiva internacionalización e interdependencia de la economía de los espacios de montaña. En los últimos cincuenta años, las explotaciones agrarias han efectuado un importante esfuerzo de modernización que ha dado lugar al desarrollo de medios nuevos y más intensos de articulación de las mismas con su entorno económico y de integración en los mercados mundiales. La modernización ha roto la estabilidad de la agricultura tradicional, y la agricultura actual esta inmersa en una red tejida por las empresas agroindustriales y condicionada por la dinámica de la economía en su conjunto y de la política agrícola. Así, las grandes directrices agroganaderas son planificadas desde instancias cada vez más lejanas, protagonizadas por la Comunidad Económica Europea (CEE) y acuerdos internacionales de libre comercio (GATT).

La política de precios, mercados y estructuras agrarias ya no pueden fijarse como objetivo el aumento indiscriminado de la producción, sino el ajuste de la oferta a la demanda. El resultado es una disminución sustanciosa del número de explotaciones y el abandono de más tierras.

La reestructuración del sector implica la disminución de tierras labradas necesarias y la mano de obra, intensificación de los procesos de producción y una cierta tendencia hacia la polarización: aumenta la parte de la superficie agraria y producción correspondiente a explotaciones de más de 50 hectáreas, pero subsisten un gran número de pequeñas explotaciones bien a tiempo parcial o con un importante subempleo o empleo encubierto. Un sector atosigado por la competitividad a la vez que limitado por una creciente regularización del mismo. Un sistema extensivo sustentado en los extensos comunales y puertos, y caracterizado por las pequeñas explotaciones familiares.

Los recursos agropecuarios han constituido, y lo siguen haciendo, aunque en menor medida, la base en torno a la cual se articula la vida económica de los valles de montaña, pero actualmente con un sentido muy distinto. El apoyo a la agricultura y la ganadería viene determinado por la necesidad del mantenimiento del equilibrio territorial en el sentido de mantener y proteger los paisajes y ecosistemas montañosos. Se prioriza el valor ecológico de los paisajes sobre la productividad. En este sentido, se ha constatado ampliamente que la montaña no puede competir con los productos del llano. Bajo esta premisa, se incentiva la producción de calidad en base a los saberes locales protegidos bajo la denominación de origen o marca de calidad que garantiza su venta y distribución a un precio más elevado. Mientras la globalización actual conlleva especializaciones regionales y desarrollos sectoriales, los territorios de montaña han sabido en general preservar su diversidad, su carácter multifuncional y sus identidades locales. Las montañas constituyen una verdadera reserva de la diversidad de medioambientes y de culturas. Son zonas con numerosas producciones de pequeños volúmenes reflejo de típicos modos de producción y que además son específicos. Este know-how (saber hacer) constituye su principal potencial frente a la estandarización y uniformización actuales, así como frente a la inseguridad alimentaria.

Atributos como calidad, tradición, autenticidad, saber hacer, salud o respeto al medio ambiente son aplicados a estos productos y además favorecidos por las instituciones comunitarias, estatales y locales a través de figuras como la denominación de origen. Compramos tradición y el sabor de una tierra. Los atributos del territorio se transfieren al producto. Realmente, la carga simbólica prima sobre las cualidades materiales del producto y es ese significado el objeto de la compra. De hecho, estos productos acaban convirtiéndose en un recurso turístico de primer orden (Sanz, 2008).

Simultáneamente, el sector turístico conoce su expansión. Las montañas europeas se convierten en objeto de consumo cuyas cualidades más demandadas son la naturaleza y la cultura. La mirada del turista propicia la recuperación o remodelación de la escenografía local y la defensa del medio natural. La implantación y posterior auge económico de este sector ha supuesto una reorganización laboral y familiar constituyendo una alternativa a la actividad agropecuaria y unos ingresos adicionales para numerosas familias. Sin embargo, la primacía y su continuado crecimiento en la economía abre nuevos debates entorno a las amenazas que conlleva la dependencia del mismo dada su inestabilidad y fragilidad. El turismo es una actividad que depende a su vez de otros sectores.

Necesita de unos recursos paisajísticos, ambientales y productos agroalimentarios que generen el atractivo producto que los turistas desean consumir. La estacionalidad de los flujos turísticos ha propiciado a nivel laboral la introducción de la temporalidad y la inserción en esta actividad de mujeres y jóvenes.

La interdependencia entre los sectores nos presenta otra interrelación existente entre el turismo y la construcción. La afluencia de residentes temporales y turistas genera una creciente demanda de vivienda secundaria que satisface el rentable sector de la construcción (nuevos apartamentos y casas, rehabilitación del parque inmobiliario tradicional, etc.). Una dependencia del exterior que también se traslada a la construcción que demanda mano de obra exterior a los valles de montaña para su funcionamiento.

La diversificación económica propicia un desarrollo interrelacionado y simultáneo de las distintas actividades con un efecto multiplicador y a su vez añade más complejidad al entramado social local. La integración e interdependencia obtenidas tras una profunda reestructuración no están exentas de dificultades y desencuentros. No son conceptos sinónimos, si bien emergen voces, cada vez con más fuerza, que abogan por el asociacionismo como forma de integración. La competencia de los distintos sectores por los mismos recursos es un ejemplo clarificador de los conflictos locales. Las características propias de la economía de signos favorece el liderazgo de ciertos sectores sobre otros y más beneficios para unos. En general, las actividades integradas en la lógica del desarrollo territorial (agricultura extensiva, productos típicos, casas rurales, etc.) son las principales beneficiadas. Un sistema económico territorial que necesita un cierto equilibrio entre los distintos sectores. En este sentido, el apoyo a la ganadería como actividad estratégica para el funcionamiento del conjunto y el rechazo a una posible especialización turística son claves para la economía local. La interdependencia se sustenta en factores socioculturales como la identidad y el sentido de pertenencia que activan mecanismos de reciprocidad que a su vez confluyen con elementos más competitivos propios del sistema capitalista (González, 2001). En definitiva, el futuro de las montañas europeas pasa por ser un espacio multifuncional: aquel que genera renta y empleo; que protege el medio ambiente, la naturaleza y el paisaje; que favorece la gestión equilibrada del territorio; que garantiza la pervivencia de las Comunidades Rurales y que contribuye a mantener una cultura y una forma de vida que le son propios (Retegui, 2000, p. 27).

O como dice Beck (2006), la sociedad del riesgo supone el final de la contraposición entre naturaleza y sociedad. “La naturaleza ya no puede ser pensada sin la sociedad y la sociedad ya no puede ser pensada sin la naturaleza” (p.113).

La renovación social

El modelo industrial y urbano imperante en Europa occidental en las décadas centrales del siglo pasado (años 50 y 60) se nutrió del trasvase poblacional del campo a la ciudad. Las pautas migratorias tradicionales son sustituidas por el éxodo rural. Un período caracterizado por la concentración urbana brusca y atropellada y el vaciado del medio rural. A modo de ejemplo, en las montañas del norte de España, en tan sólo 30 años, la emigración ha dejado por término medio un 50 % de los efectivos demográficos existentes en 1.950 (García Ruiz, 1981). El éxodo ha supuesto el desmoronamiento de la organización social de numerosos pueblos y comarcas dificultando enormemente su recuperación o mantenimiento. La marcha, primero de familias enteras, y después de los jóvenes y de las mujeres trajo como consecuencia unos rasgos ya estructurales de amplias zonas rurales: envejecimiento, masculinización y falta de capacidad genésica de estas comunidades. Las mujeres son las que emigraron masivamente y más rápidamente se han aclimatado y adoptado los valores urbanos, probablemente porque su relación con el campo es secundaria o subsidiaria y menos vinculada que la de los hombres (Bourdieu, 2000). La marcha masiva de los jóvenes priva a estas comunidades de su capacidad de reproducción social y económica. Unas características que si bien son fruto de lógicas anteriores continúan en el presente.

La crisis del modelo industrial y urbano favorece que se desactiven los factores causantes de esta fuerte emigración en los ochenta y de forma simultánea la aparición de nuevas formas migratorias. A partir de este momento el crecimiento urbano al igual que el éxodo rural se ralentiza. Asombrando a quienes vaticinaban la agonía del mundo rural, la llegada de nuevos residentes (especialmente en los noventa) fragmenta un espacio social homogéneo en el sentido de ser la inmensa mayoría de sus habitantes autóctonos. La generalización de la movilidad favorecida por la extensión del transporte privado y la mejora de las comunicaciones ha provocado el establecimiento de estrategias pendulares respecto al trabajo y a la residencia: commuters, contraurbanización, segundas residencias, etc. Una sociedad itinerante que integra al mundo rural y al urbano. La dispersión residencial urbana o la urbanización difusa (Clouth, 1972) ha sobrepasado los límites de las ciudades centrales extendiéndose y absorbiendo pueblos y ciudades que componen las ciudades-región.

La revalorización de lo rural y su representación con valores como calidad de vida, seguridad, naturaleza y familia conducen a nuevas pautas migratorias y residenciales. Una búsqueda de complementariedad de valores como naturaleza, tranquilidad y familia adscritos a lo rural y trabajo y servicios referentes a lo urbano (Rivera, 2007). El divorcio entre residencia y trabajo no sólo se limita al fenómeno de la contraurbanización. Los commuters se han generalizado, y a su vez también se han ampliado las distancias a recorrer diariamente.

Otra estrategia residencial es la de aquellos que apuestan por la estancia permanente en el pueblo. Una sociedad local en la que Camarero (1992) ha diferenciado tres grupos de pobladores: autóctonos o viejos residentes, hijos del pueblo y nuevos residentes. Estos últimos son un grupo heterogéneo en el que encontramos hijos de los que emigraron que retornan al pueblo, personas sin ninguna relación de parentesco o vivencia con el pueblo, neorrurales, profesionales obligados por su trabajo, jubilados retornados, inmigrantes, etc.

Las pautas migratorias temporales son igualmente diversas entre las que se diferencian varias modalidades según la periocidad. Por ejemplo, la frecuencia semanal es practicada por estudiantes e hijos trabajadores del pueblo que van a pasar los fines de semana a la casa familiar y propietarios de segunda residencia sin vinculación de parentesco. Mientras tanto, la periocidad estacional está integrada por veraneantes, jubilados, nietos, estudiantes y turistas.

Además, los desplazamientos son de doble dirección. Los residentes rurales se trasladan a la ciudad a comprar, al médico, en busca de servicios, ocio o de trabajo, de forma temporal o permanente. Un flujo creciente hacia la ciudad es el protagonizado por jubilados que se trasladan a la urbe para pasar el invierno en busca de unas comodidades y servicios que no encuentran en el pueblo. Simultáneamente, personas jubiladas tras la larga vida laboral en la ciudad retornan a residir al pueblo de su infancia. Pueblo y ciudad pierden sus roles tradicionales y se constituyen en centros emisores y receptores poblacionales a la vez. Una sociedad en la que las opciones de movilidad, tanto personales como colectivas, migratorias o residenciales son ampliamente diversas, flexibles y contingentes (Camarero, Cruz, González, Del Pino, Oliva y Sampedro, 2009). La movilidad o itinerancia se convierte en la principal estrategia de arraigo a estas localidades de montaña especialmente para los jóvenes y las mujeres. En definitiva, una “sociedad itinerante” (Camarero y Oliva, 2002) que diluye la dicotomía rural-urbano.

Renovación política

Finalmente asistimos a una renovación política materializada fundamentalmente en la entrada en la arena política local de nuevos actores e intereses que pugnarán para su apropiación material y simbólica y en la que la lucha transciende ampliamente el escenario local. El espacio de montaña es representado como espacio de consumo en su sentido más amplio. Las áreas montañosas europeas se han convertido en escenarios de confluencias residenciales, migratorias, turísticas, de conservación, etc. Un espacio deseado por un número creciente de actores en defensa de variados intereses. La mercantilización de estos espacios y sus recursos (promociones inmobiliarias, turísticas, infraestructuras viarias, pantanos, estaciones de esquí, campos de golf, vertederos, etc.) y la creciente demanda de políticas conservacionistas o medio ambientalistas conducen a un conflicto continuo. Una definición y pretensión exteriores de uso de los recursos naturales (suelo, agua, paisaje, etc.) que inevitablemente chocará con las poblaciones o agentes locales. Los conflictos de reivindicación de lo local disputan y combaten esa regulación exterior. Unos procesos que presionan de forma creciente para la regulación de los espacios de montaña en los que los poderes locales son demandados para intervenir de forma cada vez más polivalente como representantes, mediadores y gestores en un amplio abanico de proyectos y actividades (Kayser, 1991).

A pesar del carácter dominante del modelo neoliberal de política económica actual, las actuaciones de las distintas administraciones europeas juegan un papel relevante, clave y creciente. Lejos de reducirse, asistimos a una intervención en aumento (Kayser, 1991). El interés por mantener o lograr un equilibrio social, económico y ecológico empuja a la mayoría de los países occidentales a arbitrar, especialmente en aquellas áreas donde este equilibrio es esencial para beneficio de todas las personas, como es el caso de las montañas. Una preocupación constatada a través de la Política Agraria Común (PAC) y de las instituciones europeas que dictan las grandes directrices y normativas y en las que prevalece una visión integrada para el desarrollo de estas zonas (Sanz, 2005).

La creación y dotación de infraestructuras y servicios es una responsabilidad atribuida al Estado. A nivel regional, la administración regional es el agente clave en la gestión del sector agrario o turístico. La institución más cercana a la ciudadanía, el municipio, es el encargado de gestionar la política urbanística y regular las actividades en su territorio.

La regulación de lo rural confiere de forma creciente un papel esencial a los actores locales. Así, en la sociedad del riesgo, se constata que áreas de intervención y acción política que aparentemente carecen de importancia están cobrando extraordinaria relevancia (Beck, 2002). Una intervención de las administraciones que se percibe mayoritariamente de forma dual. Por un lado, el sector agrario critica la excesiva regulación a la que se ve sometida su actividad profesional. Y por otro lado, la denuncia de la ausencia o escasez de la intervención de las administraciones en el resto de parcelas del ámbito rural.

La regulación y gestión del espacio rural por la administración es demandada de forma significativa. En definitiva, la economía de signos concede un papel esencial a una administración gestora y planificadora, que oriente a la iniciativa privada y dote al territorio de los servicios e infraestructuras necesarias. Una apuesta por la tecnoburocracia.

En resumen, las comunidades de montaña son objeto de nuevas pautas migratorias y residenciales, nuevas actividades económicas, oficios y rentas que modifican sustancialmente las relaciones de los diferentes actores y grupos sociales.

Nuevas oportunidades y desafíos

La revalorización de las montañas europeas ha supuesto una nueva vitalidad social, económica, política y cultural para las comunidades locales generando una potencialidad y unos procesos impensables hasta hace pocos años. Los valles de montaña han pasado a un primer plano o ser portada en los medios de comunicación, en las agencias de turismo, aportan elementos fundamentales para la configuración identitaria regional y nacional, etc. Muchas de estas regiones han pasado del olvido a ser iconos de una región: naturales, culturales e identitarios. Una puesta en valor que se refleja también en el orgullo mostrado por la población local ante su procedencia. En este sentido, la conservación del medio ambiente es la clave que sustenta no sólo las representaciones sociales generadas a partir de estos nuevos valores sino todo el entramado económico y social de las comunidades de montaña.

Los productos agropecuarios, el turismo, los servicios y la construcción necesitan de un territorio de “calidad” cuyo recurso por excelencia o motor de la economía local es la naturaleza. No se trata de un mero discurso político, o mejor dicho, de un discurso ecologista. Numerosos ejemplos demuestran su rentabilidad. Como hemos visto, la interdependencia presenta numerosas conexiones e interrelaciones existentes entre los diferentes sectores económicos locales y a su vez conectados con el sistema económico global.

La diversificación económica propicia un desarrollo interrelacionado y simultáneo de las distintas actividades con un efecto multiplicador que a su vez añade más complejidad al entramado social local.

Para hacer frente a las desventajas estructurales propias de estas zonas, es fundamental la máxima utilización de las sinergias con otras esferas económicas y sociales. Así, la aplicación del carácter multifuncional de la agricultura en las zonas de montaña conlleva beneficios para diferentes esferas secundarias: el medio ambiente, el paisaje, el turismo, la industria y la vida social en los pueblos. Además reduce la migración rural-urbana al ofrecer nuevas alternativas. En este sentido, la agricultura juega un importante papel en el proceso hacia la sostenibilidad en las áreas rurales. Actualmente los desafíos relacionados con estas múltiples funciones dependen del diseño concreto, efectivo y gradual de un marco apropiado, de las políticas y programas a niveles local, nacional e internacional.

La sociedad de riesgo favorece la reconexión de áreas hasta ahora alejadas: la naturaleza, la democratización de la democracia y el papel futuro del Estado y las distintas administraciones en el territorio. Un espacio que ya no es monofuncional y cuya revalorización desemboca en una variedad de propuestas de uso y consumo (residenciales, medioambientales, productivas y turísticas), especialmente para aquellas sociedades de montaña que han logrado conservar la naturaleza, su cultura y su idiosincrasia. Nuevas oportunidades y nuevos desafíos para las montañas.

 

 
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