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Junio 2007 - Vol. 1 - No. 1
ISSN 1995-1078
 
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Estilos de desarrollo y medio ambiente en América Latina, un cuarto de siglo después (parte I)

Nicolo Gligo

División de Desarrollo Sostenible y Asentamientos Humanos
CEPAL


Entre 1978 y 1980 se desarrolló un proyecto en la CEPAL denominado “Estilos de desarrollo y medio ambiente en la América Latina”, orientado al análisis de la relación del desarrollo con el medio ambiente. Marcó las líneas de estudios y de asesorías a los países de la región de la Unidad Conjunta CEPAL/PNUMA de Desarrollo y Medio Ambiente, que durante veinte años contribuyó a la conceptualización de la relación desarrollo y medio ambiente que alimentó tanto al avance del tema ambiental en los países de América Latina y el Caribe, como a la propia asesoría brindada por la CEPAL. No obstante lo mucho que se ha hecho, el desarrollo de la región latinoamericana sigue teniendo altos grados de insustentabilidad. Por ello que es conveniente reflexionar sobre lo que se planteó y delineó como trayectoria probable hace un cuarto de siglo. El continente no es el mismo, ni su desarrollo, ni su medio ambiente. Muchas iniciativas ambientales prosperaron pero otras se desvanecieron el camino. El discurso del medio ambiente, en el que aparecía éste como una dimensión contestataria y contraria a la expansión natural del sistema, muchas veces se diluyó, otras hizo mella, pero en no contadas ocasiones fue cooptado por el sistema. Quedan aún muchas deudas y desafíos ambientales. Una de estas deudas es hacer la reflexión un cuarto de siglo después que el citado proyecto presentó sus estudios. Ese es el objetivo de este trabajo.


I. El concepto de estilos de desarrollo: una mirada desde el siglo veintiuno

En el decenio de los sesenta, en América Latina surgió una manifiesta disconformidad porque no se alcanzaba el objetivo del desarrollo de lograr niveles de ingreso, patrones de consumo y estructuras económicas similares a los países capitalistas desarrollados (Villamil, 1980). En especial, había descontento porque no se vertía en calidad de vida los logros del crecimiento económico.

Tanto A. Pinto como J. Graciarena en estudios realizados para el citado proyecto, señalaron la necesidad de la utilización del concepto de estilos de desarrollo para poder captar mejor las diferencias entre países y poder así llegar a recomendaciones más apropiadas para modificar los patrones vigentes de desarrollo (Pinto 1976; Graciarena,1976). A partir de la incorporación de este concepto en la literatura de la época, aparecieron ampliaciones, precisiones y desagregaciones, lo que indicaba que no satisfacía plenamente a los usuarios. Varsavsky profundizó el tema de los estilos tecnológicos (Varsavsky, 1979). Fue Marshal Wolfe también como contribución al proyecto, el que precisó aún más el concepto de estilo, definiendo, los estilos deseados, utópicos, etc (Wolfe, 1976).

Graciarena definió el estilo como “...la modalidad concreta y dinámica adoptada por un sistema social en un ámbito definido y en un momento histórico determinado”. En vista de la diversidad de intereses de clase, el conflicto entre los diversos grupos adquiere un carácter central como atributo de un estilo. “Desde una perspectiva dinámica e integradora un estilo de desarrollo es (...) un proceso dialéctico entre relaciones de poder y conflictos entre grupos y clases sociales, que derivan de las formas dominantes de acumulación de capital, de la estructura y tendencias de la distribución del ingreso, de la coyuntura histórica y la dependencia externa, así como de los valores e ideologías”.

José Joaquín Villamil contribuyó al proyecto “Estilos de desarrollo y medio ambiente en la América Latina” profundizando el concepto de estilos de desarrollo: “La pregunta que habría que hacerse es si las diferencias entre países responden a diferencias en el estilo o si son manifestaciones de sus condiciones objetivas, tamaño del país, dotación de recursos, localización y otras consideraciones que, a su vez, afectan la forma en que el país está inserto en la economía mundial. La diferencia en las condiciones de los países podría implicar que, en distintos países, el mismo estilo tuviera manifestaciones diversas, al menos en cuanto a la estructura económica, la importancia del sector público en la economía y algunos otros aspectos”. Definido ambiguamente el estilo de desarrollo, es lógico aceptar la vigencia de esta interrogante.

Otra de las interrogantes que planteó Villamil fue ¿un estilo o varios?, dejando entrever la diferencias entre el estilo ascendente a nivel mundial y un estilo dominante a nivel nacional. Es posible que esta diferenciación haya sido la más utilizada y la más didáctica en la discusión de la época.

El estilo ascendente se entendió como la penetración a nivel mundial de un proceso de cambio en el seno de las estructuras sociales, culturales, económicas y políticas de los países periféricos. Este proceso se caracterizaba por dos tipos de penetración: el primero, denominado difusión, referido a la ampliación del conjunto de actividades incorporadas al estilo (widening). El segundo tipo, la profundización (deepening) donde cada actividad crecientemente se ciñe a la lógica del sistema y se hace cada vez más homogénea. De allí se generan diversas dinámicas que permiten desplazar, reemplazar, anular y sobreponer actividades, creándose nuevas actividades y desplazando o anulando otras que actuaban con los criterios, la lógica y la racionalidad del estilo suplantado. Hay actividades y procesos que sobreviven al estilo dominante pero muy rara vez recuperan su posición predominante.

José Joaquín Villamil aclaró que el estilo ascendente no siempre se hacía dominante, dependiendo del ritmo y la velocidad de penetración. El conflicto con las estructuras existentes y el grado de resistencia de éstas condicionaban el ritmo del ascenso.

El estilo ascendente, fue a la postre derivado de la expansión del capitalismo en la región, y el estilo dominante, sin excepción, provino de las formas que tomó esta dominancia en cada uno de los países de la región. No cabe la menor duda que el estilo referido en el decenio de los setenta y de los ochenta se definió en función de las características de la expansión capitalista. En este sentido, José Joaquín Villamil destacaba la inversión externa, su proceso de internalización de la producción industrial, la tecnología imPortada predeterminada por el patrón de consumo, el incremento de los costos sociales, el proceso de homogeneización cultural como reflejo de las necesidades de que las corporaciones transnacionales reorientaran la cultura local de acuerdo a su expansión industrial, y las contradicciones importantes de índole económica, social y ambiental.

En el manejo del término de estilo de desarrollo, debería entenderse que la dimensión ambiental es intrínseco a su definición. Pero en la práctica, por ser esta dimensión totalmente ajena a la gran mayoría de los autores que definieron el término, la dimensión ambiental siempre fue marginal y no se le consideró en su real dimensión. Las limitaciones propias de los economistas para abordar temas referidos a las ciencias naturales le dieron ese sello.

Sin embargo, José Joaquín Villamil hizo un esfuerzo para incorporar esta dimensión. Definió dos grandes grupos de problemas. Por una parte, un conjunto de problemas que se vincula con la degradación de los recursos, como el aire y el agua con relación a la capacidad del sistema natural de absorber los desperdicios del proceso productivo. Planteó este autor que “en gran medida este tipo de problemas se concibe en la teoría del bienestar como externalidades, de diferencias entre los costos sociales y privados de algún proceso de producción y consumo. Esta concepción es estática y suelo no plantearse en el contexto del propio crecimiento”.

El segundo tipo de problemas es el derivado de aquellos que surgen de la explotación excesiva de los recursos naturales renovables y no renovables y se relaciona con la diferencia en los horizontes temporales empleados en la toma de decisiones y los requisitos para la renovación de los recursos renovables y el manejo apropiado de los no renovables. También aquí se planteó en un marco estático y no dentro del contexto del desarrollo.

En este contexto el estilo de desarrollo, con relación al medio ambiente, fue definido como una modalidad de artificialización creciente, de especialización productiva, de demanda adicional de recursos, en especial, energéticos, y de alta producción de desperdicios. Una caracterización, que si bien no es errónea, no innovó en términos de la introducción de categorías de análisis más complejas e integradoras.

En una mirada hacia atrás, el concepto de estilo de desarrollo no se definió claramente ni se crearon las categorías de análisis que pudieran diferenciar el estilo ascendente y normalmente dominante, de los otros estilos nacionales. En este contexto, el estilo se confundió con la etapa de desarrollo capitalista de expansión transnacional de los decenios de los setenta y ochenta.

La incorporación plena de la dimensión ambiental en la concreción del concepto de estilo podría haber significado un avance importante. Sin embargo, la falta de interdisciplinaridad entre economistas y sociólogos por una parte, y científicos naturalistas, por la otra, impidieron conceptualizar formas propias de los estilos nacionales, que se veían amagadas por la penetración del estilo ascendente.

En consecuencia, el concepto de estilo no fue más que la definición de modalidades del desarrollo capitalista en una época determinada, vis à vis, la permanencia de modalidades precapitalistas y tradicionales en los países periféricos. No obstante, con relación al medio ambiente, el esfuerzo de introducir esta dimensión sirvió para estudiar más profundamente la relación del desarrollo latinoamericano con esta dimensión de la región, tal como se hizo en el proyecto de la CEPAL "Estilos de desarrollo y medio ambiente en América Latina" (Sunkel y Gligo, 1980).


II. Discusiones necesarias sobre sustentabilidad, desarrollo sustentable, sustentabilidad ambiental del desarrollo y otras confusiones semánticas

Las inexactitudes e indefiniciones de varios términos respecto a la relación desarrollo–medio ambiente, se han constituido en trampas semánticas que confunden y poco aportan a los estudios y a las propuestas relacionadas con la problemática ambiental y, además, han corrido velos que sólo lleva a no impedir llegar a la claridad conceptual en un tema de por sí complejo. Destaca, por sobre los otros, el término desarrollo sustentable o sostenible (que para ese estudio se considerarán sinónimos). Otros términos frecuentemente utilizados son: sustentabilidad, desarrollo ambientalmente sustentable, sustentabilidad ambiental del desarrollo, sustentabilidad del desarrollo.

Para hacer un análisis más preciso de estos conceptos es necesario partir del concepto “desarrollo” En el proyecto “Estilos de desarrollo y medio ambiente en la América Latina” en general se asumió a éste como un proceso abstracto, aceptado y no cuestionado. Sin embargo Osvaldo Sunkel, que lo definió a como “un estilo internacional ascendente”, haciéndose mención al alto precio ambiental que se pagaba en el “necesario” proceso, ponía un manto deduda al hablar más de crecimiento que de desarrollo (Sunkel,).

Este autor, hace un cuarto de siglo atrás, con mucha razón afirmaba: “la introducción de la perspectiva ambiental significa reconocer que ese proceso de crecimiento está condicionado por el medio biofísico, local, nacional y global, tanto porque este último afecta de diversas maneras el crecimiento económico, como porque es sustancialmente afectado por él, y cada vez más mientras más avanza el proceso de desarrollo. La introducción de la perspectiva ambiental pone en duda una serie de creencias derivadas de la ideología del crecimiento económico que han prevalecido en los últimos decenios”.

Desarrollo, ¿éste?, ¿deseable?

El constatar impactos negativos en el desarrollo esconde el juicio de valor que el desarrollo es bueno, y por ende, deseable y deseado. En este contexto el término desarrollo significa un proceso necesario y abstracto, lo que se traduciría en una definición del desarrollo, no como un proceso histórico concreto, sino un proceso teórico, sin dimensión espacio–temporal.

Para pasar de la abstracción a la concreción, por lo general, prima la influencia del modelo y las variables de los países desarrollados. Este tránsito hacia una definición histórica con dimensión espacial, arrastra consigo la idea de que “este desarrollo” es incuestionablemente el objetivo a seguir. Como conclusión, la política de desarrollo de los países subdesarrollados, es concebida en los mismos términos, lo que presupone que estos países, para lograr el estatus de “desarrollados”, deberían transitar por los mismos caminos de los países desarrollados.

Esta fue la concepción predominante hace veinticinco años atrás, y está aún vigente en la actualidad. Los países latinoamericanos tienen como objetivo, cual más cual menos, lograr el nivel de desarrollo de los países desarrollados, aunque para conseguirlo se agoten y deterioren los recursos. La causación circular desarrollo–degradación pareciera ser la única vía transitable.

En este contexto, el discurso del medio ambiente resulta paradójico. El crecimiento económico, la industrialización, el incremento del nivel de vida; en una palabra, el “desarrollo”, figura como causa de la degradación del medio humano. Como se ha planteado reiteradamente se hace ineludible romper este círculo vicioso, a través de un planteamiento: no detener el crecimiento sino reorientarlo. Se necesita, según estos postulados, utilizar la capacidad económica, científica y tecnológica para dominar los problemas planteados por la producción.

Pero para reorientar el crecimiento es necesario un desarrollo “más cualitativo”, que debiera significar la extensión del campo del control racional técnico y la aparición del hombre en el discurso. Pero la aparición del humanismo estaría introduciendo otra contradicción: la negación de la deseabilidad de un proceso que no controla y que no sabe hacia donde va.

Estas contradicciones están vigentes en prácticamente todos los discursos ambientales de la región latinoamericana, implícita o explícitamente. Los discursos de los gobernantes, las estrategias de crecimiento económico y de incremento del bienestar social, los planteamientos de las organizaciones internacionales, no han podido superarlas, pues, significaría de partida un cuestionamiento al sistema imperante, un rechazo a los vínculos de dependencia, sin, a su vez, una clara definición sobre alternativas y tránsitos. Estas contradicciones, vigentes ya hace un cuarto de siglo, no han perdido vigencia y, si no son más patentes, se debe a las confusiones conceptuales y a las trampas semánticas, tal como se expondrá más adelante.

Desarrollo sustentable o sostenible

En esa época ya se hablaba de la necesidad que un desarrollo social y ambientalmente adecuados sean permanentes en el tiempo. Se mencionaba las principales contradicciones entre desarrollo–medio ambiente planteándose, por lo general, una intención de deseos de cambio orientado a disminuir el costo ambiental del desarrollo.

Las contradicciones expuestas con relación al concepto de desarrollo han llevado a utilizar en forma dominante en el mundo un concepto calificado con mucha frecuencia como difuso y contradictorio: el desarrollo sostenible o sustentable. Se le acepta porque, inconsciente o conscientemente, deja en la penumbra las numerosas interrogantes y contradicciones derivadas del tránsito abstracción–concreción de las definiciones sobre desarrollo. Permite disfrazar la realidad y verificar, cuantificar y contrastar como se avanza hacia objetivos de “mayor bienestar”, aunque las cifras estén mostrando lo contrario. El abuso del término, por insistencia, ha dejado en la penumbra los cuestionamientos para ser “universalmente” aceptado.

Muy pocos estudios han profundizado buscando definiciones y precisiones. Para Santiago Raúl Olivier, “desarrollo sostenible es sinónimo de desarrollismo. Pretende el crecimiento asintótico de la economía en un ecosistema planetario con recursos energéticos y materiales limitados” (Olivier, 1997). Para Werner Gaza “...la inflación de enfoques ha derivado en un concepto de sostenibilidad cada vez más borroso e incluso más gastado, mientras más frecuentemente las distintas partes se iban apropiando de él. De esta manera el discurso corre peligro de ir a parar a donde ya han ido a parar otras discusiones sobre política y desarrollo: en el vertedero de una opinión pública política y académica que se reproduce en ciclos cada vez más cortos, a través de la fabricación de términos y conceptos nuevos. Quizás varios respiren aliviados y nadie llore lágrima alguna por el concepto...” (Raza , 2000).

La interrogante planteada desde la CEPAL por Roberto Guimaraes si el desarrollo sustentable es una propuesta alternativa o sólo retórica neoliberal, canaliza el debate sobre este concepto (Guimaraes, 2003). Analiza este autor las marcadas indefiniciones del término y recalcando lo difuso de él, que se deriva de la aceptación unánime que suscita. Afirma: “es en verdad impresionante, para no decir contradictorio desde el punto de vista sociológico, la unanimidad respecto a las propuestas a favor de la sustentabilidad. Resulta imposible encontrar un solo actor social de importancia en contra del desarrollo sustentable. Si ya no fuera suficiente el sentido común respecto al vacío que normalmente subyace en conceptos sociales absolutos, el pensamiento mismo sobre desarrollo, como también la propia historia de las luchas sociales que lo ponen en movimiento, evoluciones en base a la pugna entre actores cuya orientación de acción oscila entre la disparidad y el antagonismo”.

Más adelante agrega: “Resulta inevitable sugerir, principalmente a partir de la realidad en los países subdesarrollados del Sur, que el desarrollo sustentable sólo se transformará en una propuesta en serio en la medida que sea posible distinguir sus componentes reales, es decir, sus contenidos sectoriales, económicos, ambientales y sociales”.

Este autor plantea la necesidad de diferenciar las distintas dimensiones y criterios de sustentabilidad. Es interesante que vuelve a retomar la diferenciación entre sustentabilidad ecológica y sustentabilidad ambiental, tal como lo había establecido Nicolo Gligo veinte años antes, cuya propuesta se explicita más adelante. Roberto Guimaraes, además de estas dos dimensiones de sustentabilidad, agrega la social y la política, concluyendo en la necesidad de debatir profundamente la dimensión política como aporte necesario para que el término desarrollo sustentable comience a tener real significado.

Otro importante trabajo conceptual que aporta y clarifica es el de Gilberto Gallopín, realizado en 2003 en la CEPAL (Gallopín, 2003). Este autor afirma que la sostenibilidad y el desarrollo sostenible “se cuentan entre los conceptos más ambiguos y controvertidos de la literatura”.

Propone una definición general de sostenibilidad, diferente a desarrollo sustentable, aplicable a cualquier sistema abierto y define el sujeto de la sostenibilidad, detallando exhaustivamente las sostenibilidades: del sistema humano únicamente, del sistema ecológico principalmente, y del sistema socioecológico total. Define las propiedades fundamentales que subyacen en la sostenibilidad de los sistemas socioecológicos, como: disponibilidad de recursos, adaptabilidad y fexibilidad (en contraposición a rigidez), homostasis general, estabilidad, resiliencia, robustez (en contraposición a vulnerabilidad, fragilidad), y capacidad de respuesta.

Con relación al desarrollo sostenible, el trabajo de Gilberto Gallopín deja en claro la diferencia con sostenibilidad estableciendo que la palabra “desarrollo” apunta claramente a la idea de cambio, cambio gradual y direccional. Con gran lucidez pone el dedo en la llaga al plantear la pregunta central: ¿qué es lo que ha de sostenerse, y qué es lo que hay que cambiar? En su trabajo también establece lo que constituye el factor predominante en las interpretaciones sobre los fundamentos éticos del desarrollo sostenible identificándole con la justicia intergeneracional. Discurre además en una docena de puntos de vista teóricos sobre este concepto.

En forma implícita este autor cuestiona el “desarrollo” como algo abstracto y deseado al plantear el concepto de “no–desarrollo” cuando no mejora la calidad de vida ni hay crecimiento económico, y el concepto de “desarrollo viciado” cuando hay crecimiento económico material pero no mejora la calidad de vida.

Aunque los conceptos de Gilberto Gallopín y de Roberto Guimaraes iluminan las penumbras conceptuales en torno al tema, es probable que no sean asumidos en los países de la región. Es más cómodo seguir en las indefiniciones y de construir febles sistemas en que todos están de acuerdo en torno al “desarrollo sustentable”, sin mayores conflictos, al menos a corto plazo. Aunque no sea una demanda actual del estamento ambiental de los países, mirando a mediano y largo plazo, los planteamientos de estos autores deberían ser difundidos y discutidos ampliamente en la región, ya que constituyen un claro salto conceptual que permitiría no perderse en la contradictoria telaraña semántica que dominan los planteamientos actuales.

Existen pocos esfuerzos en la región para concretar conceptos de sustentabilidad ambiental elaborados y cuantificados. Alberto Niño de Zepeda, Mario Maino y Francisco Di Silvestre al tratar de introducir una metodología operacional para la decisión pública sobre la base de planificación de sistemas con Métodos de Ayuda a la Decisión Multicriterio, discurren en torno al concepto de sustentabilidad (Niño de Zepeda, Maino y Di Silvestre, 1998). Desafortunadamente, sus esfuerzos se insertan en un marco muy alejado de las contradicciones existente en América Latina. Y no podía ser de otra manera pues la extensa bibliografía citada, salvo una excepción, corresponde totalmente autores de países desarrollados y, por ende, utilizan los conceptos de desarrollo dictados por ellos.

El peso de Daly, Goonland, Constanza, El Serafy, Pearce, Repetto etc., siguen marcando las definiciones o indefiniciones de desarrollo sustentable y de sustentabilidad ambiental. Los autores, implícita o explícitamente, siguen utilizando el contradictorio concepto de equilibrio entre dimensiones y la aceptación de que el desarrollo de los países llamados desarrollados es el deseado y el único.

Contradicciones del falso equilibrio

Los numerosos estudios que se han hecho sobre desarrollo tratan en forma integral de presentar estadísticas, índices e indicadores económicos, sociales, ambientales e institucionales. En casi todos estos estudios queda muy poco claro las coherencias e interrelaciones que hay entre las diferentes dimensiones analizadas.

Muchas estrategias y políticas sobre crecimiento económico, y también algunas sobre desarrollo social, tienen signo ambiental negativo. La importancia de las políticas ambientales implícitas en las políticas de desarrollo tiene que ser sopesada en su real dimensión, cuestión que hasta el día de hoy no sucede (Gligo, 1997). A continuación se exponen las principales contradicciones ambientales verificadas en estos planteamientos sobre crecimiento.

En forma muy simplista tiende a afirmarse que el nivel de ingreso es de signo ambiental positivo, porque lo usual es confundir la relación “estado del medio ambiente–ingreso” con la relación contaminación–ingreso, cuestión ésta última planteada a través del análisis de la curva Kuznets (Kuznets, 1996).

En América Latina la importancia de los recursos naturales en la economía ha sido y es crucial. Una de las formas más socorridas para acceder a mejores niveles de ingreso es utilizar intensivamente los recursos naturales, es que corrientemente conlleva sobre explotación de ellos. Por otra parte, mayores niveles de ingreso, asumiendo una modalidad de desarrollo en donde el medio ambiente aún es para mucho una simple externalidad, significa mayores niveles de contaminación. Ambos efectos del crecimiento asumen una expresión ambiental negativa. Además, el problema del nivel de ingreso se hace más complejo cuando se analiza su distribución.

Lo deseable en una sociedad es que se incremente el consumo, pero ello no quiere decir que el medio ambiente sea favorecido. Mayor consumo, en la estructura económica se traduce en mayor generación de residuos y mayor presión sobre determinados recursos naturales, o sea, signo ambiental negativo.

También claramente deseable en una economía es el desarrollo industrial, por el incremento del valor agregado y la creación de empleos. Sin embargo, hasta hace muy poco, las estrategias de desarrollo industrial consideraban al medio ambiente como una externalidad; los residuos no eran tratados y se arrojaban al aire, suelo y agua. No obstante haber mejorado la situación, el signo ambiental aún sigue siendo marcadamente negativo. La minimización del impacto ambiental y el reciclaje de residuos son tareas pendientes de la gestión ambiental que mientras no se aborden con eficacia el alto costo ambiental seguirá presente.

Es obvio que la explotación de un recursos natural renovable puede tener signo ambiental negativo, neutro o positivo, dependiendo de su grado de renovación. En Chile, mucho de los productos del mar se sobre explotan, por lo tanto, su signo es negativo. Por otra parte, aunque la explotación sea sustentable y de signo positivo, es posible que haya problemas de competencia que incidan en la pobreza e insustentabilidad de determinadas comunidades. Es lo que usualmente sucede con la competencia entre la pesca artesanal y la pesa industrial. En no pocas ocasiones la intensificación de la pesca industrial se hace en desmedro de la artesanal, afectando la renovación de los recursos de este subsector y agravando los niveles de pobreza.

Con relación a las estrategias y políticas de desarrollo agrícola, éstas en muchos casos tienen impacto ambiental negativo, dado el costo ecológico derivado de la alteración de ecosistemas vivos. Sin embargo. es un tema de características muy complejas ya que el crecimiento de la agricultura se debe a múltiples factores. El crecimiento de la agricultura de secano en la mayoría de los países de la región es corriente que tenga un alto costo ambiental, derivado principalmente por la erosión de suelos con pendientes marcadas.

La agricultura intensiva de riego tiende a tener un plus positivo, tanto del punto de vista económico y social como ambiental, pero no debe dejar de mencionarse el impacto negativo derivado de la contaminación por pesticidas.

El tema del desarrollo agrícola no puede ser analizado al margen del estudio de la estructura de tenencia de la tierra. Esta es la que condiciona principalmente la racionalidad de los distintos y complejos actores productivos de la agricultura. La presencia de minifundios a lo largo de toda la región condiciona una situación muy negativa desde el punto de vista ambiental. Las inseguridades de la tenencia, derivada de las carencias de titulación propietaria, unida a variadas formas de subtenencias, inciden en formas de explotación insustentables.

La sustentabilidad de las estrategias y políticas de desarrollo forestal son difíciles de analizar cuando se produce la agregación del producto derivado de la explotación del bosque nativo con el producto que se deriva de las plantaciones forestales. Para los análisis de sustentabilidad es fundamental desagregarlos. El producto forestal derivado de la explotación del bosque nativo en América Latina tiene un signo marcadamente negativo. La tasa de explotación sobrepasa con creces la regeneración del bosque. Además, desde el punto de vista social, los ingresos de los obreros forestales son de muy bajo nivel.

El producto forestal derivado de las plantaciones forestales tienden a tener un signo ambiental positivo, pero importantes áreas de plantaciones se han implantado sobre la base del reemplazo del bosque nativo. Es obvio que este caso el signo es muy negativo.

Dada las condiciones estructurales de la economía de los países de América Latina, la intensificación de las exportaciones crean fuertes presiones ambientales. El deterioro de los términos de intercambio de muchos productos ha incidido para incrementar la presión por producir mayor cantidad física de productos, lo que se ha traducido, en muchas ocasiones en sobre explotación de los recursos naturales renovables. En el caso de los no renovables, con frecuencia, y en particular en el sector minero, la mayor producción no ha encontrado preparado a los emprendimientos mineros para manejar adecuadamente sus residuos.

Normalmente se utiliza el consumo de energía como un indicador del desarrollo económico de un país. El esfuerzo de los últimos años en América Latina se ha centrado en posibilitar las respuestas necesarias para una demanda creciente. El análisis ambiental de esta temática indudablemente que es muy compleja. No obstante, se puede señalar que, amén de los beneficios que conlleva la energía, muchos emprendimientos hidroenergéticos han pagado un costo ambiental alto. Sólo en los últimos años las centrales termoeléctricas han incorporado tecnologías para abatir sus residuos derivados de sus producciones. Se puede señalar que en la región el más alto costo ambiental se ha provocado por la generación de energía proveniente de la explotación del bosque nativo, sea para el consumo industrial, sea para el consumo doméstico.

Existe una extrema simplificación de asociar la alta tasa de urbanización a condiciones ambientales positivas, y la ruralización a condiciones negativas. La principal tesis que se maneja actualmente es que no hay una correlación entre tasa de urbanización y mejoramiento ambiental. La mayor urbanización puede ser positiva o negativa dependiendo de las condiciones como el proceso se realice. La expansión urbana por lo general tiene un alto costo ambiental derivado de la pérdida de suelos agrícolas. El peri halo urbano de muchas ciudades latinoamericanas está sometido a un proceso creciente de deterioro.

El incremento del parque automotriz se asocia al mejoramiento de las condiciones de vida, en particular, por el aumento del parque de automóviles particulares y por el crecimiento del de la locomoción colectiva. En ambos casos, amén de los beneficios sociales, el impacto ambiental tiene a ser negativo. Entre los impactos más notorios se puede señalar, las contaminación del aire, los atochamientos vehiculares, la contaminación de ruido.

Desarrollo sostenible ¿un término ambientalista?

Los que estudian y hacen propuestas sobre el desarrollo, crecimiento económico o el mejoramiento social, cuando plantean el tema de la sostenibilidad, es frecuente que no consideren la problemática ambiental. Casi en todas las publicaciones de las últimas décadas realizadas en centros de desarrollo del pensamiento económico, cuando se habla de sostenibilidad se hace referencia a la necesidad que los cambios en las distintas facetas asociadas a la economía, se hagan perdurables en el tiempo. La temática ambiental normalmente o no está presente, o, si lo está, tiene un tratamiento sólo marginal.

Quienes plantean la temática del “desarrollo sustentable” y usan frecuentemente el término, son precisamente los que están trabajando en relación con el medio ambiente. Son los que quieren que el desarrollo socio económico supere la insustentabilidad ambiental que predomina y se encamine hacia modalidades mucho más sustentables.

En muchas de las publicaciones que abordan la temática del “desarrollo sustentable” antes de tratar los aspectos ambientales del susodicho “desarrollo sustentable”, es frecuente leer antecedentes relativos al crecimiento económico y al mejoramiento social, sin hacer un análisis de la coherencia de estos antecedentes con el medio ambiente. Es una especie de veneración previa a la economía para legitimizar el medio ambiente. Lo paradójico es que, casi sin excepción, dada la modalidad de desarrollo prevaleciente en América Latina, la gran mayoría de los avances económicos, e incluso de bienestar social, han debido pagar un peaje ambiental muy alto.

Mirado así, la búsqueda del “desarrollo sustentable o sostenible” desde la dimensión ambiental, se pone en un mismo plano con las dimensiones, económicas y sociales. El planteamiento de la búsqueda del equilibrio entre los ambiental, lo económico y lo social, es lo que predomina.

Esta definición del equilibrio, de aparente simpleza, es una problemática muy compleja ya que cada dimensión tiene distintos niveles de abstracción y además intrincadas interacciones causaefecto. Es necesario, entonces, indagar sobre las contradicciones del “equilibrio”, problema que nace del hecho de que cualquier artificialización de la naturaleza conlleva un costo ecológico.

El equilibrio es un concepto poco definido, normalmente no cuantificado, que cada cual adapta según sus propios intereses. No se dan límites sobre la reversibilidad de los procesos ecológicos, ni se definen las magnitudes de los costos ecológicos. Cada país, región, localidad; cada proceso productivo, cada acto de desarrollo puede fijar sus propios parámetros de equilibrio. Las indefiniciones e inexactitudes predominan en este discurso.

El discurso del equilibrio se basa en la necesidad de pagar determinado costo ecológico en función del indispensable crecimiento económico y de responder a las demandas para la supervivencia y el bienestar de la sociedad. Es corriente constatar en los países de la región el planteamiento que no se pueden adoptar los parámetros ambientales de los países desarrollados, sino que se hace necesario “ser prácticos” en el sentido de sacrificar el medio ambiente para bajar los niveles de hambre y suplir las necesidades básicas de la población, amén de contribuir al despegue económico. Es la búsqueda del mentado equilibrio dentro de la modalidad de desarrollo adoptada, marcada por la inequidad, la injusticia, la desigualdad. Mirado desde este enfoque, el medio ambiente no es una dimensión que potencie y enriquezca la concepción del desarrollo, sino que constituye un reservorio de recursos a los que hay que echar mano para cumplir con las metas del crecimiento económico.

Entonces, fijar la meta del equilibrio es el precio que habría que pagar para seguir por “este desarrollo”, bueno, deseable y deseado. La semántica de esta forma vuelve a jugar otra mala pasada, pues el término equilibrio, contribuye a una percepción de que no hay conflictos, que todo corre por un camino sin tropiezos, que todo está equilibrado. En otras palabras, para algunos, que desafortunadamente son muchos en la región, lograr este equilibrio, facilita incorporarse de lleno al desarrollo sustentable.

Por ello que es muy importante aclarar que el equilibrio tal cual se plantea, no existe. Lo que existe, normalmente son estrategias, políticas, líneas de acción, proyectos, que tienen un mayor o menor costo ecológico, y que se adoptan en función de racionalidades que tienen que ver con decisiones económicas, sociales, étnicas, antropológicas, y que en muchas ocasiones, la racionalidad ambiental es marginal o no está presente.

Una visión desde esta otra perspectiva permitiría ver mucho más claro el panorama de la gestión del desarrollo con relación al medio ambiente. Permitiría no enceguecerse con falsos planteamientos que, en la mayoría de los casos, ocultan la falta de voluntad política para incorporar la dimensión ambiental, y en otros casos, posibilitaría tener una real y concreta apreciación de determinados costos ecológicos que se toman frente a apremiantes desafíos de la supervivencia.

Algunas corrientes del pensamiento ambiental, más inteligentemente, han definido al desarrollo sustentable como un camino o tránsito hacia una concepción ideal en donde la dimensión ambiental es intrínseca a la modalidad del desarrollo. Y tal como se le define teóricamente, exige de cambios paradigmático, ético y político. Obviamente que, para esta concepción, el fin de la sociedad es satisfacer las necesidades humanas fundamentales. Si se produjeran cambios estructurales fundamentales y tomara fuerza una nueva modalidad de desarrollo, habría que analizar esta situación en forma multi e interdimensional, lo que indudablemente no sucede en la actualidad. Pero para avanzar por esta línea del pensamiento se requiere profundizar los conceptos de sustentabilidad.

Hacia un concepto de sustentabilidad ambiental del desarrollo

Las indefiniciones y vaguedades que desde fines de los setenta han dominado esta temática, ha llevado a algunos autores a avanzar modelando conceptos más precisos. Estos esfuerzos innovan con respecto al nivel de la discusión de hace un cuarto de siglo, por lo que es importante analizarlos (Gligo, 2001).

Una definición estrictamente ecológica de sustentabilidad fue dada en el decenio de los ochenta planteándola como la capacidad de un sistema (o un ecosistema) de mantener constante su estado en el tiempo, constancia que se logra ya sea manteniendo invariables los parámetros de volumen, tasas de cambio y circulación, ya sea fluctuándolo cíclicamente en torno a valores promedios.

Se alcanza esta sustentabilidad ecológica, por una parte, en forma espontánea en la naturaleza, en función de la maduración o desarrollo hacia estados clímax o, por otra, si hay intervención del hombre, se puede lograr a través del manejo de las situaciones artificializadas (o disclímax) donde se recompone y/o introduce información, materia y energía, para mantener constantes los volúmenes (biomasa), las tasas de cambio y los ritmos de circulación que caracterizan a un sistema constante.

Interesa analizar esta forma pues todas las estrategias de desarrollo significan, desde el punto de vista físico, transformación o artificialización sobre la base de la intervención humana. La sustentabilidad ecológica se logra cuando se mantiene la equivalencia entre las salidas de materiales y energía e información del sistema intervenido, y las entradas, sean éstas naturales o artificiales. Cuando las salidas de materia y energía son mayores que las entradas no hay sustentabilidad ecológica. Este permanente desajuste negativo termina irremediablemente en la destrucción y, en particular en los agrosistemas que funcionan con la base de atributos naturales, finaliza en la desertificación o estado denominado agri–deserti.

Para profundizar el tema de las posibilidades de estabilización dinámica como cuestión básica para lograr la sustentabilidad es necesario establecer en forma clara los conceptos de estado y cambio de estado. Estos conceptos permiten conocer las condiciones específicas en la que se encuentra el sistema y las transformaciones del mismo por unidad de tiempo. El estado del sistema es el modo de existir en función de sus componentes o arquitectura y de sus procesos o funcionamiento o fisiología.

La estabilidad de un sistema está estrechamente ligada a la armonía que se logra en función de un estado creando un sistema o transformar de tal modo un ecosistema prístino en un agrosistema que queda coherentemente organizado. Esta coherencia se debe plantear en función de un adecuado balance de sus componentes arquitectónicos, del almacenamiento de materia, energía e información y, sobre todo, de la capacidad de absorción de los estímulos que se adicionan antrópicamente.

La estabilidad dinámica se logra ya sea, a través de la mantención de la diversidad de los ecosistemas disclimáxicos o, ya sea, en el establecimiento de este atributo en el caso de sistemas de alto grado de artificialización. La diversidad es posiblemente el atributo más importante de un ecosistema. La pérdida de la diversidad, cuestión corriente en las estrategias de desarrollo agrícola, está asociada a la disminución de la resiliencia de los ecosistemas. Esta disminución impide una absorción de los disturbios ya sean naturales o antrópicos.

Desde la definición dada de sustentabilidad ecológica se puede construir la definición de sustentabilidad ambiental. Ello no es una sutileza; todo lo contrario, significa incorporar plenamente la problemática relación sociedad–naturaleza. La sustentabilidad ambiental de las estrategias de desarrollo debe incorporar conceptos temporales, tecnológicos y financieros.

La necesidad del concepto de temporalidad es para establecer la permanencia o persistencia de la sustentabilidad ecológica. Obviamente que esta última se proyecta en plazos que, desde el punto de vista de los cambios sociales, pueden en muchas ocasiones considerarse extremadamente largos. Definir los tiempos de la sustentabilidad en función de los horizontes de estrategias de desarrollo de largo plazo es optar por una razonable definición práctica. Es importante dejar establecido que, ubicada la estabilización dentro de los plazos definidos para la sustentabilidad ambiental podrían parecer estabilizadas ciertas transformaciones que no lo son. Por ello es muy importante determinar si las fluctuaciones cambian de signo, o sea, varían en torno a un promedio o si, aunque leves, tienen signo negativo, lo que equivaldría al deterioro ecosistémico en el largo plazo. La cuestión de los plazos, ya expuesta cuando se esbozó una definición de sustentabilidad ambiental, es básica para prever aceleraciones de procesos que podrían tender a alterar la estabilidad.

Lo tecnológico es también una dimensión que define concretamente si una determinada sociedad, dado su acervo tecnológico en un estadio de su desarrollo, puede equilibrar artificialmente el coste ecológico de las transformaciones, o sea puede hacer entrar al sistema materia y energía (insumos) e información (tecnología) para compensar las salidas tanto naturales como artificiales.

La cuestión financiera define el acceso a ciertos recursos materiales y energéticos acotando la definición de sustentabilidad ambiental. Ello se produce porque, para compensar las salidas de los sistemas involucrados en los procesos de desarrollo, se hace necesario posibilitar la entrada de recursos materiales y energía. Obviamente, una sociedad que no posee o le es muy costoso adquirirlo, tendrá menos posibilidad de efectuar transformaciones sustentables.

El avance realizado en el decenio de los ochenta, complementado por visiones actuales, sobre la base de aceptar la definición del desarrollo como un concepto abstracto, consistió en establecer una definición acotada para la sustentabilidad ambiental del desarrollo como una condición que, en correspondencia con los horizontes de estrategias de desarrollo de largo plazo, sobre la base del acervo tecnológico que la sociedad posee, y considerando la posibilidad real que la sociedad tiene para acceder a los recursos materiales y energéticos, define los grados de afectación y la posibilidad de permanencia de los disclímax de los ecosistemas en sus distintos grados de artificialización.

Afortunadamente, en la actualidad desde la CEPAL, Roberto Guimaraes reintroduce esta diferenciación (Guimaraes, 2003). Quizás no es exactamente la misma que hace una décadas, pero al menos es un nuevo esfuerzo de conceptualización que sirve para evitar las consabidas trampas semánticas.

Sobre las confusiones semánticas

La historia del desarrollo de la temática ambiental, tanto en ámbitos académicos como en los sectores públicos nacionales y en el mundo internacional, está plagada de ejemplos de la continua creación de nuevos términos, que en la gran mayoría de las ocasiones, son sólo aportes semánticos que dudosa explicación.

Cada cierto tiempo, nuevos términos se incorporan a los estudios y al discurso. Pareciera que, consciente o inconscientemente se busca un nuevo impulso al tema a través de la terminología. Algunas veces la explicación hay que buscarla en el agotamiento del discurso ambiental, concebido dentro de los estrechos ámbitos de la modalidad de desarrollo prevaleciente. Los nuevos términos sirven para seguir en el tema sin percibir las contradicciones que explicarían el agotamiento.

Es lo que sucede corrientemente con mucha de los “nuevos” indicadores ambientales. Sobre la base que no hay planteamiento metodológicos innovadores, muchos de los indicadores son las mismas estadísticas y datos de distintos niveles que en el pasado habían sido utilizados. Todas las desagregaciones, los datos, las estadísticas aparecen con el nombre de indicadores y da la impresión de que se ha encontrado una nueva forma de generar estudios. El problema es una cuestión semántica, pues estas nuevas palabras y términos pueden encontrarse bajo otras expresiones en estudios de hace varias décadas atrás.

Un ejemplo que puede ser aclaratorio: el estudio integrado de los recursos naturales renovables de las provincias chilenas de O’Higgins y Colchagua (hoy VI Región) (IREN, 1973), realizado entre 1970 y 1973, presenta una serie de información que hoy día se clasificarían como “indicadores”, tanto de estado, de impacto, como de presión. Más aún, este estudio incorpora componentes económicos, sociales (fuerza de trabajo) tecnológicos y construye índices (relación fuerza de trabajo–estructura de uso potencial). Nada en ese entonces se relacionaba semánticamente con la sustentabilidad y no había ninguna mención a los términos índice e indicador. Pero si se compara este estudio con otros actuales, como el realizado por el PNUMA para confeccionar indicadores de sustentabilidad en Centroamérica, se llega a la conclusión que muy pocos elementos nuevos aporta este último para encarar los problemas del desarrollo rural.

Hay también ejemplos específicos: en documentos revisados de hace un cuarto de siglo atrás, aparecen datos sobre la erosión del suelo, mostrando porcentajes de afectación. En la actualidad se busca un “indicador edafológico de erosión”, cuyos métodos son iguales a los anteriores y muestran lo mismo.

La búsqueda de respuesta al agotamiento temático se muestra en variados ámbitos. Todo empieza a parecer ambiental o incluso ecológico. Es importante vestir de verde cualquier discurso aunque éste repita viejos conflictos de la sociedad y la naturaleza. Los antiguos problemas de desforestación, destacados desde la colonia, se convierten en ambientales. Lo mismo pasa con los problemas sanitarios y el manejo de las aguas servidas.

Así mismo empiezan progresivamente a abusarse del término ecológico. Todo hoy en día es ecológico, verduras ecológicas, frutas ecológicas, corderos ecológicos, buses ecológicos, autos ecológicos. Se abusa de estos términos sin diferenciar los límites de lo que se tolera por contaminación o la definición de los procesos definidos como limpios.

Otra explicación a esta exacerbación semántica se basa en la aceptación de los límites estructurales para cambiar las tendencias ambientales, lo que se traduce, a su vez, en no reconocer los conflictos inherentes a la modalidad de desarrollo prevaleciente. Los difusos términos de desarrollo sustentable y de sustentabilidad apuntan al objetivo de hacer creer a la población de que un país o una localidad ha adoptado el “desarrollo sustentable” o la “sustentabilidad” saltándose a otro estadio mucho más armónico. Es una forma de manipulación de la opinión pública, basada en el bombardeo de palabras sin casi contenido real.

III. Política y medio ambiente

Osvaldo Sunkel en la introducción de la publicación del proyecto “Estilos de desarrollo y medio ambiente en la América Latina” expone claramente la perspectiva política de la problemática ambiental (Sunkel, 1980). Varios otros trabajos del citado proyecto abordan la dimensión política de la problemática ambiental. Lo hace Raúl Prebisch, al detallar los problemas de la biósfera y su relación con el capitalismo periférico, también Armando Di Filippo, al tratar el tema de la distribución espacial de la actividad económica y la población, Luciano Tomassini y Osvaldo Sunkel, al explicar los factores ambientales en la evolución de las relaciones centro–periferia y fundamentalmente Marshall Wolfe, al profundizar el tema de la percepción política de los problemas ambientales (Prebisch, 1980).

No obstante tratarse el tema como una problemática política, en ese entonces no hubo una mayor profundización de lo que ello implicaba. Sólo posteriormente la evolución del pensamiento ambiental ha permitido poder analizar cómo la dimensión ambiental ha transitado desde estadios de marginalidad política hasta constituirse como un “sujeto político”, tal como es en muchos países desarrollados.

No cabe duda que la apropiación de la naturaleza es un tema político por excelencia. La apropiación está ligada al poder y éste recupera y politiza prácticas culturales que escapan inicialmente a su esfera directa de influencia. Así numerosos ritos y mitos mágico–religiosos, las concepciones del tiempo y del espacio, los mecanismos de alianza y filiación, las estructuras económicas, en otras creaciones culturales, son susceptibles a ser politizadas (Martín, 1987).

La apropiación del entorno natural de la sociedad, implica un hecho político que lleva impresas las características del poder y de quienes lo ejercen. La relación entre el hombre y su entorno, definido como la relación ambiental, en muchas ocasiones no se analizan como relaciones directas, sino a través de la mediación de alguna construcción ideológica que ayuda a representar las contradicciones existentes entre la cultura y el entorno natural. Desde las antiguas sociedades el poder y la autoridad han intervenido para legitimizar tanto las creencias como los ritos que de ella se derivan. De esa forma se han ido configurando las relaciones sociales que tienen como base la distribución de los medios de producción, de acceso a los mismos, el reparto de los excedentes y la división social del trabajo. En consecuencia, lo ambiental se ha configurado como una dimensión esencialmente política, intrínsicamente política. No obstante, H. C. F. Mansilla afirmó en los ochenta y con plena vigencia en la actualidad, que falta una conciencia crítica de alcance general para percibir el problema político–ambiental de América Latina (Mansilla, 1987).

Lo político en un sistema social hace referencia a la unidad del sistema social, a la síntesis social, a la reproducción de las relaciones sociales fundamentales. Lo político es lo que conserva o destruye la unidad. Es lo que produce el cambio necesario para que lo fundamental se reproduzca. Esto es lo que se constituye como la tarea del poder político establecido. Lo político debe entonces ser entendido dialécticamente como la perpetuación por el cambio.

Se ha deducido que el discurso ambiental es político porque generalmente margina el tema del sistema social total. El discurso del medio ambiente afirma la recomposición de éste como tarea política. Como la tarea es normalmente definida en términos técnicos, lo que hace el discurso es definir lo político como técnico. Como lo político se disuelve en lo técnico se puede afirmar que el medio ambiente es una meta política. Por ello, que desde una perspectiva crítica, al negar el propio discurso ambiental su carácter político, se convierte en político, pues afecta a la unidad, la síntesis, la reproducción del sistema.

No obstante lo intrínsicamente político, algunos autores inteligentemente han querido ser redundantes utilizando, cuando hay que enfrentar esta temática, el término “ecopolítica”. Al respecto, Roberto Guimaraes hace claridad en esta temática: “la expresión ecopolítica, utilizada por primera vez por Deutsch en 1977, representa pues un apócope de política ecológica. Surge el reconocimiento de que para superar la crisis actual habrá que tomar decisiones política, y en ese proceso algunos intereses serán favorecidos más que otros tanto en el interior de las naciones como entre ellas”. “...No sorprende la insistencia de enfoques parciales y hasta ingenuos para acercarse a la crisis de sustentabilidad del desarrollo. Enfoques que se han caracterizado por tratar los desafíos socio-ambientales a partir de una visión de la organización social que, además de fragmentada es excesivamente economicista y crematística, y supone relaciones simétricas entre el ser humano y la naturaleza”. “...La realidad actual impone superar tales enfoques y sustituirlos por el reconocimiento de que los problemas de insustentabilidad relevan disfunciones de carácter social y político (los padrones de relación entre seres humanos, y la forma como está organizada la sociedad en su conjunto) y son el resultado de distorsiones estructurales en el funcionamiento de la economía (los patrones de consumo del la sociedad y la forma como ésta se organiza para satisfacerlos)” (Guimaraes, 2003).

Sin embargo, lo político es corrientemente evitado en América Latina. El discurso ambiental surge como una crítica radical del sistema social, pero se diluye en definiciones técnicas. El miedo a la “politización”, a ser catalogado como “político”, hace que se revista de ropaje técnico, que en definitiva, oculta las relaciones sociales del sistema total. El miedo a que el debate se politice ha sido una constante en la discusión ambiental. Y sin embargo, cuando se ha avanzado en esta temática ha sido cuando se le ha sometido a estrategias políticas.

El miedo a la politización se oculta tras el planteamiento de la solidaridad mundial, y se habla en nombre de la humanidad que incluye a todos los seres del mundo. De esta forma se generaliza el discurso a algo tan abstracto y tan amplio que abarca a todos los seres del mundo, pero que significa muy poco o nada. La solidaridad con la humanidad toda es evidentemente una trampa que sirve para reducir el debate a una mera discusión técnica, ya que las soluciones para “toda” la humanidad no diferencian los conflictos internos. De esta forma se manipula la temática por los grupos dominantes.

Está claro que el hecho de que se interprete el discurso ambiental como un discurso no político no quiere decir que la dimensión ambiental no lo sea. Ya se ha afirmado que es intrínsicamente política y como tal hay que entenderla. El “no politicismo” es una evidente forma política de manejo del tema. Este “no politicismo” utiliza como su mejor aliado al tenocratismo.

Que la dimensión sea intrínsicamente política no la convierte automáticamente en “sujeto político”. Al contrario, una de las posiciones más concurridas para manipular la dimensión ambiental es sencillamente marginar el tema o incorporarlo sólo muy parcialmente como una variable de poca incidencia. Hacerlo sujeto político es incorporarlo sobre la base de una manifiesta voluntad política.

La marcada diferencia como sujeto político de la dimensión ambiental entre varios países del primer mundo y el resto se produce por las distintas percepciones de lo que significa. Para los primeros la dimensión ambiental está íntimamente ligada al mejoramiento de la calidad de vida de las poblaciones, cuyos integrantes en su gran mayoría no tienen problemas de supervivencia. Y esto es parte del debate político.

En América Latina, la preocupación fundamental de la política es la supervivencia, el combate al hambre, el empleo, el ingreso mínimo, la salud básica. Estas variables aparecen como preocupación de la política y de los partidos políticos tradicionales. El medio ambiente, en la medida que no está ligado a ellas, no es considerado como prioridad, y por ende, no es sujeto político. Es para muchos un lujo que hay que empezar a preocuparse sólo cuando estas cuestiones básicas sean resueltas, incluso deteriorando y agotando el medio ambiente físico.

Es obvio que uno de los desafíos futuros es identificar la temática ambiental con una modalidad de desarrollo que incluya las variables citadas para de esta forma convertir esta dimensión en el sujeto político necesario.

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